jueves, 31 de mayo de 2012




"Sus pies saben que los que verdaderamente aman tienen las manos de olas".
                                               
                                                                                 
                                                                               Pilar González España






Acompañada de un gran amigo

con quien no me canso de estar,

soñé que llegaba a una plaza redonda

salíamos de una oscura estación de metro

de algún lugar con una sola maleta,

sólo sé que llevaba un abrigo azul tornasolado.


El tono general, gris perla.

Todo, tranquilo y despejado

porque tenía la libertad de no estar sola,

que sólo somos libres con los demás.

Al arribar al destino con nubes todo brilla

con alguien

a nuestro lado.


Sola no puedo, no lo sé todo.

Ni el maestro lo sabe.

Espalda recta pero que torcida alma,

un cuerpo de vacío mueve un único brazo

retorcido, el del puro capricho de figurar

de cuerpo presente y alma muerta.


La banalidad del mal es no ver

que la violencia se arrastra

se mete hasta la cocina,

una vez que te has perdido el respeto

no hay camino de vuelta.

Te metes en harina y sola no se sostiene,

es un bucle del castillo de los horrores de la feria.


Mi maestro es un apátrida insolente

que busca su hueco en el mundo, tranquilamente.

La única bandera que quiero enarbolar

es el arrebatado azote del viento

sobre el manto del mar y una pluma en el centro

a donde me quiera llevar. Soy pluma en el aire.

Mi destino es volar.






El día era, con el amanecer, un preciado tesoro que le ofrecía miles de oportunidades diarias de observar el firmamento y el reflejo de la luz de las estrellas y las esferas candentes del universo en el agua transparente, que sólo devuelve lo que el cielo le da, protegiendo a los seres de su fondo. Así somos las personas, pensaba a veces. Damos y devolvemos aquello que se nos da y recibimos. Conservamos muy dentro lo que consideramos más preciado, el amor, las cosas que nos hacen vibrar, la imaginación para movernos por el mundo, para compartir los sentimientos y las sensaciones que nos han hecho seguir adelante, nuestras motivaciones más íntimas. Así de intrincado es el fondo de de los océanos, así de intrincados somos todos en el fondo.

Su cuerpo era delgado y fibroso hecho a base de la fuerza impuesta al barco gobernado con la posición del cuerpo curtido por el sol, el viento y el salitre. Todo el mar para él solo, el agua salpicándole en los ojos a toda vela, encima de una barquilla, corriendo ligero. Recorría así la costa todos los días viéndola pasar delante como en una película de ciencia ficción. El viento le zumbaba en la cara pero para vigorizarle si corría, el aire le acariciaba el cuerpo si iba más lento. Apenas descansaba unos pocos minutos porque el cuerpo le pedía más, era como una descarga de adrenalina que no pudiera parar. Y no sentía miedo del mar, más bien comenzó a depender de él pues las olas y el agua simplemente cedían y se ajustaban a sus movimientos. A veces se acercaba tanto a la costa que podía observar a los peces de paseo y podía ver a los cangrejos y a los mejillones incrustados en la roca. Cada día el cielo cambiaba el color del mar: unos días más azulado, otros más verdoso, otros casi gris y negro.

Su cuerpo se había educado al abrigo del viento y con la fuerza que le imponía a su Patín. Venancio decía que era imprescindible saber moverse y adaptarse al barco en función de la velocidad y del rendimiento y no de la comodidad. Envidiaba ese físico esculpido y curtido. Fuerte en su delgadez extrema. Era la viva imagen de un poderoso marinero que no se achantaba por la tormenta, que era capaz de manejar su barca por si mismo sin dejarse llevar por ella, agarrando su vida con sus propias manos.

No era ni siquiera valentía, era determinación. Pero esto para Martín fue una intuición que, con el tiempo, se convirtió en su mayor lección y en la más firme de las certezas.

Venancio era un busca vidas que además de pescar de madrugada hacía chapuzas y recados para todo el puerto. Venancio le había enseñado a pescar pero mucho más que eso. Sabía leer las señales del cielo y del mar. Cuando iba a subir la marea se pescaban muchos más peces al ser arrastrados. Venancio decía que era la luna era una bruja, otras veces una gitana que atraía a los peces como un imán, y que el sol por envidia le quitaba la piedra durante el día y por eso la marea volvía a bajar. Cuando el sol y la luna estaban muy cerca, la lucha por la piedra era más dura y las mareas se volvían locas y era cuando más subían. Los peces entonces se revolucionaban y salían desde el fondo para ver qué pasaba como los curiosos en la calle.

Mucho después Martín supo que toda aquella explicación tan mágica era sólo una historia pero intuía la fuerza que aquellos astros tenían sobre el mar. Además Venancio sabía orientarse perfectamente sólo con mirar al cielo siguiendo la estrella polar. Sólo miraba la brújula cuando había niebla.

Lo que sí sabía era que el mar era magnífico y frágil a la vez. Que una fuga en un barco podía matar a cientos de peces, ensuciar las playas y dejar sin comida a pueblos enteros. Lo había visto en su pueblo porque la bahía estaba rodeada de tráfico de navíos, petroleros, trasatlánticos, catamaranes y embarcaciones de todas las clases y de vez cuando ocurrían accidentes. Entonces el chapapote manchaba la arena de la playa y había días en que la gente no podía bañarse. Los pescadores tampoco iban a faenar y él se aburría a ratos en su barquilla. Se suponía que no le dejaban salir al mar esos días, aún así quería inspeccionar la zona. Después se lamentaba. Se ponía triste. Y decidió no volver a hacerlo más.

Cuando la marea estaba crecida podía entrar en una cueva donde anidaban murciégalos. Tenía que entrar con mucho cuidado para no pisar a ninguno. No era muy profunda pero sí lo bastante para sentarse un rato y ver los nidos, algunas veces hasta podía verles nacer o simplemente mirar el mar desde allí.

El mar, la mar algún día se rebelaría contra el mundo por haberse convertido en ese depósito de fluidos. Y desde las caracolas que son los micrófonos del mar se llamaría a los humanos a manifestarse. El mar pediría a gritos que se le salvara.

De todas formas tampoco le gustaba estar mucho en casa, no por nada. Sólo que no le gustaba. El silencio estaba lleno de reproches callados. Porque la ley de su casa era la del silencio. Podían hablarle más las manos de su abuela o los zapatos viejos de su padre que su madre en un solo día o su padre en toda la semana. Cuando estaban de buen humor se reían juntos pero su padre siempre lo interpretaba como un signo de debilidad.

Se podía decir que se había criado en la calle y entre los monosílabos de su padre y las atenciones de una madre. Pero ¿quién le había enseñado a sentir, a vivir? Sabía cuidarse del sol, a dónde iba a ir sin su visera; y del frío o la lluvia, ésa era la ley cuando se salía de casa. Dentro era respetar el horario de las comidas y no replicar. A parte de estas escuetas normas ¿no había nada? Cómo se pueden dar tantas cosas por supuestas. Su padre había asumido su rol de cabeza de familia trabajador suministrador y su madre de alimentadora. Ésa era la ley de la naturaleza.

Su madre decía que lo peor que le puede pasar a alguien es quedarse solo. Su padre gruñía algo sobre el honor que tardó mucho en entender y que nunca comprendió. Sin embargo, Martín era feliz en soledad. Excepto en Madrid, allí empezó a intuir el significado de esa palabra. Pero su soledad elegida.

Ir a misa era una lata. No entendía ni la mitad de las cosas que decía el cura. Él se sentía pleno mirando el mar. Y si pasaba tres días seguidos sin acercarse por el puerto o la playa se ponía de un humor de perros. Se ahogaba en tierra. Su madre le decía que estaba asalvajado. Se pasaba el año entero sin quitarse las chanclas hiciera frío, calor o lloviese. Al principio se resfriaba hasta que se habituó. Cuando tuvo que ponerse los zapatos para hacer la comunión se pasó el día refunfuñando, menos mal que le dejaron ir sin calcetines. Los zapatos le hacían heridas y no le dejaban sentir el aire en su piel. En casa siempre estaba descalzo y su madre se ponía de los nervios, le decía que se iba a resfriar hasta que sus padres se calmaron cuando vieron que era un niño fuerte que no llegó a tener ni un triste catarro.

Se había construido una balsa a su medida. Un poco pequeña pero suficiente para refugiarse. Para aislarse del mundo en medio de la inmensidad de su pensamiento. Se había aceptado a sí mismo. No había hecho más que aceptar lo que realmente era para sentir que todo se adaptaba a su alrededor. Y le gustaba pensar que así avanzaba en medio de la gente. Era su forma de huir de una verdad con dientes. El cielo contaminado de Madrid le hacía desear con más intensidad su objetivo: estudiar el aire. Ahora sabía por qué nos estábamos cargando el medio ambiente y dio sentido a su búsqueda. Madrid, el lugar perfecto. La contaminación, una inspiración para siempre. Y el ruido que le azotaba, la razón para seguir empecinado en su balsa.

Menos mal que sabía nadar a contracorriente.

(De El ermitaño del mar)


jueves, 17 de mayo de 2012




¿puede echar raíces una estrella en un jardín?
¿pueden las hojas de sus plantas correr al hado del destino?
¿pueden los hombres seguir las huellas de su buen tino?
¿puede el aire ser amado por el sol
y las rosas recogerse sin espinas?




después como el mar
las expulsa
para dejarlas olvidar



bajo el sol se recogen las rosas
y su vasta estructura
llega a las playas rotas de muestras manos
para avisarnos de que más allá de la apariencia
el peligro nos ronda




entraron sin permiso


para crear las fronteras
secuestraron la sal del mar



puede un alma ser tan bello como se quiera
ponerse el hábito de los cometas
tomar caminos a través como atletas griegos
y no tener ni un ápice de humanidad
entre los dedos


puede alguien, así, en medio del desierto gritar y ser oído