domingo, 2 de mayo de 2010

A la memoria de mi abuela Paula que tenía un corazón que no le cabía en el pecho






Era una abuela castellana, que apenas llegó a tener tiempo de ejercer como tal. Su mirada estaba llena de angustia, de miedo porque esperó su final mucho más tiempo que la mayoría de la gente. Una mujer de su casa: costurera, panadera, cocinera, araba, ordenaba y lavaba, administraba las treinta y una pesetas del sueldo de su marido y cuidaba y educaba a sus cuatro hijos. La consejera de medio pueblo. Siempre tenía su casa abierta a los vecinos y un poco de gaseosa para recibirles. Tan hospitalaria que Angelita, tan suya, reñía a su madre porque no tenían intimidad. Paula murió con cincuenta y dos años, el corazón le había hinchado el cuerpo hasta doblarlo, aunque en los últimos años los medicamentos la hicieron flaquear. Tenía una mente tan despejada y su hija la admiraba tanto. Siempre tenía humor para sacar algún caramelo por detrás de la oreja a sus nietos que hoy a duras penas la recuerdan. A Paula le hubiera gustado conocer a una nieta. Que no llegaría hasta diez años después y que tendría la misma curva indomable en el nacimiento de su pelo. La intuición de la mujer sorprendía a todos los habitantes del pueblo. Era raro el día que Paula no tenía visitas en su casa para conversar con ella, y su generosidad la dotaba de un don especial para dar los mejores consejos. Todos recordarían a la mujer años después. Su nieta oía a Angelita señalar de vez en cuando a alguien y decir: Esta señora era vecina de la abuela Paula. Hasta, cuando se trasladaron a Palencia, los vecinos iban a visitarla a su casa cuando venían al médico, para hacer las compras o a visitar a familiares. No tenían que llevarse a la boca a fin de mes pero siempre tenía un vaso de gaseosa para sus vecinos. La abuela Paula era un ejemplo de paciencia, una institución benéfica. Cuánto sabía la abuela Paula. Por eso todos la querían. Cómo podía haber imaginado que algún día su hija tendría todo aquello. Con el paso de los años las personas se acostumbran a asumir su papel en la vida y su lugar en el mundo empeñándose en cumplirlo por designio divino, con austeridad y resignación de monja de clausura. Así, era la abuela, adusta y seria como un erudito, sabia de la vida y de la muerte tan prematura, linda. Sacrificada por su familia, amante de la palabra y resuelta como una bruja. Bondadosa y divertida con sus hijos y sus nietos. El poco tiempo que disfrutó de ellos. A ella le hubiera gustado que su nieta se llamara Ana María pero a Martín le pareció que sería mejor un nombre corto y bonito, Eva sería perfecto, y así la llamarían. Eva heredó el corazón de sus abuelos, más sano pero igual de generoso y el carácter de su padre, un volcán. Cuantas veces soñó con poder abrazar a su nieta y mimarla. Eva le debía al menos el favor de devolverle el nombre, así, cuando tuviera una hija la llamaría Paula, pero esto fue mucho tiempo después. Los niños ayudaron a Paula por la alegría infinita que llevan a una casa, por esa atracción, ese atontamiento inevitable y dulce que les producen sus nietos a los abuelos, el olor a recién nacido, las risas tiernas de un niño, la piel suave y los ojos sin malicia ni pasado. Como si pudiesen contener el tiempo por algunos momentos. La abuela, seguramente desde el cielo, sentiría la sonrisa de Eva y ella jugaría a hacerla reír cuando sabía que la estaba mirando. Le sacaría caramelos de las orejas o se los pondría debajo de la cama cuando se le cayeran los dientes y le cosería los vestidos y le peinaría el pelo con rodetes y le pondría lazos.

el verso



Rompe el verso, desgárralo, desbarátalo
Sal a buscarlo
Siéntelo
Dime que lo quieres
Dámelo.
Cógelo robado
Tápame la boca con él.
Arrebátatelo del alma.
Suéltalo sin pensar.
Arrástralo hasta el infinito
No dudes en mostrarlo
Sácalo del pecho para mí.
Y si dudas, no temas:
Habrá tiempo para los dos.




ojos que dicen cosas





Dulces, lánguidas y anhelantes
de ira. Saltones de arpia,
carrillos sonrojados de tímida,
deseosa, maldita.
Abiertos de loca sabia niña
viva, a la vez pícaras e inocentes.
Coquetas, aviesas,
un poco torcida,
huyen y se asustan,
disimulan o mienten.
Indefensas, lascivas, perdidas
de amor y dicha,
calmas de arrastrar despecho,
caídas, altivas
de colores.
Alucinadas, extasiadas y sencillas
vistas en las pupilas
expresan lo que han visto,
lo que han vivido.
lo que han sufrido.
Juguetonas y pensativas.
Rotas de terror congeladas, desengañadas
en un soplo tiernas,
frías, felices y encantadas
miran de reojo o su nariz,
por encima del hombro.
Listas, despejadas, cínicas, irónicas.
Serenísimas, recias y curtidas dicen
tristes, limpias y velada

de esperanza abiertas
traviesas de pitiminí sabrosa
discreta y contenida:
Estoy aquí si quieres.